lunes, 4 de enero de 2016

El arte funcional: 1. El arte como objeto e instrumento de conocimiento / 2. El mundo postartístico

Luigi Russolo y los intonarumori.

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Quizás muchas cosas han cambiado en nuestra manera de ver arte en los últimos ya cien o más años. El cambio más relevante, que se reflejó en el espíritu desacralizador de las vanguardias de las primeras décadas del siglo XX, pero que seguramente no sólo tuvo lugar ahí, en la franja demográfica de los artistas y los críticos, fue la pérdida de respeto hacia las autoridades en materia de estética. Por su influencia y poder efectivo para promover opiniones o gustos, ya no hay una institución semejante a la École de Beaux-Arts, que al final del siglo XIX, desde París, decía que el arte debía tener en cuenta las leyes de la simetría o tenía que componerse de acuerdo a principios de composición determinados, o que debía seguir las ideas sobre la venustas del vetusto Vitrubio. En cambio, lo que quizá haya aún es una autoridad diluida en el escurridizo mundo de la crítica y de la gente detrás los circuitos de exhibición del arte contemporáneo que dice qué es contemporáneo en intención y digno de atención y qué no —aunque no suela decirlo en voz alta y abiertamente y ni siquiera se preocupe siempre en formular sus razones para incluir o excluir, ya que la prueba de que un artista es bueno es que se exhiba en tal o cual galería o que aparezca en tal o cual publicación. Pero no es algo que me preocupe discutir, dado que la opinión de esos críticos suele importarle poco al «no instruido» en arte o al que supone que hay muchos más objetos valiosos y dignos de interés que los propuestos como tales por las autoridades en materia de arte. Y es que si algo también nos han enseñado estos últimos cien años de arte y de apreciación artística (o mejor, de apreciación de productos culturales) es que los objetos que más suelen fascinar a conocedores y absolutos ignorantes en la materia son los que revelan más clara o vivamente las intenciones de sus creadores (artistas o no) y dejan inteligir algo del mundo en el que fueron hechos y lo que se pensaba en él. Algo de lo humano, más que de lo estrictamente artístico.
     Ahí, lado a lado, tenemos los astrolabios de los navegantes pioneros de los siglos XIII al XVI y sus asombrosos portulanos en las que se trazaba la geometría de las costas, lo que supuso el primer paso —uno pleno de curiosidad, lucidez intelectual y asombro por el mundo— para llegar a crear los mapas que ahora conocemos, ambos objetos, tan técnicos y funcionales, compartiendo época con los primeros intentos de representar gráficamente —pero no sólo eso, sino también de entender cómo la distancia y nuestra posición afectan la visión de los objetos— el espacio y la manera en que los objetos se distribuyen en él. Y esos primeros balbuceos de representación objetiva nos impresionan tanto porque se puede ver en ellos la necesidad, no afectada ni fingida, de conocer el mundo de las personas que los proponían y de aquellos que consumían arte y artefactos y objetos técnicos (las más de las veces, personas detentadoras del poder que requerían conocer el mundo que dominaban, y que apreciaban, sin demeritar ninguno de los dos ámbitos, los avances de la técnica y de las artes, porque ambas cosas iban de la mano). Era un mundo en el que el arte no se escribía con mayúsculas y en el que precisamente por ello el arte era significativo (sin desmayarse por serlo y sin recurrir a embustes), inserto entre el resto de las actividades humanas, al punto de a veces no distinguirse de ellas.


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Este mundo en que arte y técnica avanzaban de manera conjunta, por más que lo parezca, no es en absoluto lejano del mundo postartístico imaginado por Marinetti y sus futuristas, quienes forjaron la corriente vanguardista que quizá vislumbraba mejor el papel del arte y la representación en las nuevas sociedades. Para ellos el nuevo arte no sólo no era el de las galerías y no sólo no era el que ya no se dedicaba a producir objetos cuyo tema era la belleza; más bien, no era el de las galerías porque, una vez más, el arte (para volver a significar) debía imitar al mundo real: el arte debía voltear al mundo vivo y movedizo en que ocurrían los cambios vertiginosos del mundo moderno. Como ejemplo, cabe decir que la producción musical de los futuristas italianos, notablemente la del también pintor Luigi Russolo, no estaba conformada por composiciones musicales en el sentido tradicional del término, sino por imitaciones del ruido aún amorfo e indescriptible encontrado en las calles, reproducido mediante los más nuevos medios técnicos. Ruido, bocinas y balbuceos, eso era todo. Pero eso era todo porque ahí, aún sin asimilarlo intelectualmente, en ese caos, se encontraba de nuevo el mundo, el nuevo mundo. 
     Y aun así los futuristas se quedaron cortos: los objetos del mundo dominado por la técnica habrían de crearse con o sin ellos actuando en el medio. Los coches y la guerra, las mayores obras de arte para Marinetti, estaban ahí no porque los hicieran los futuristas, sino porque el arte, sus objetos y subproductos estaban sin quererlo confundidos con el mundo y sus intereses, con sus desarrollos técnicos y científicos, y con las pulsiones más poderosas y profundas que mueven a los miembros de las sociedades. El arte no artístico imaginado por los futuristas no parte de posturas e imposturas, sino de la manera de ser, de vivir y de pensar de quien, por casualidad o no, deja objetos y creaciones en el mundo. Ese arte es el que es una necesidad, tan necesaria que ni precisa ser defendida ante ningún público.
     Y de este torbellino de desarrollos técnicos que lleva ya más de cien años, que no deja de producir nuevos productos (no artísticos sino técnicos/comerciales/culturales, todo a un tiempo) porque de su desarrollo dependen en buena medida nuestras economías, y de la necesidad de saber sobre las enfermedades y de crear medios para detectarlas e identificarlas, o de saber sobre el cuerpo humano, surgieron medios de representación de la realidad o de aspectos de ella: radiografías, tomografías, cariotipos, etc. El estudio de los elementos y compuestos originó las técnicas de la espectroscopía; o el estudio de la acústica, las espectrografías en las que los sonidos dejan una huella gráfica que revela su modo de ocurrir. Nadie se propuso crear arte al desarrollar o utilizar estos medios de representación, pero los objetos que dejan a su paso revelan mucho más de quiénes somos y de cuáles son las características de nuestras civilizaciones que los contenidos en todos los museos de arte contemporáneo del mundo. Al principio del siglo XX, no era el acto de representar lo que estaba mal en el reino del arte, más bien, los medios de representación tradicionales se habían vuelto incapaces de dar cuenta de ese mundo nuevo que se estaba gestando, ese mundo que aún no somos capaces de asimilar del todo. El artista está muerto porque el arte está inmiscuido en el mundo y es uno de sus productos, es inmanente al mundo y no ocurre como producido en el empíreo, Marinetti y los mecenas y artistas del Renacimiento lo sabían.

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