viernes, 9 de septiembre de 2011

De la voz con melodía a la melodía sin voz

Tríptico Agliardi (panel izquierdo), Evaristo Baschenis (1617-1677)


Puede decirse que el empeño de los madrigalistas por distanciarse de las formas melódicas y estróficas tradicionales respondía al deseo profundo de las clases cultivadas del Renacimiento de afirmar el valor singular de la individualidad. Este afirmarse del individuo sobre los valores convencionales, la mayor parte de ellos promovidos por la Iglesia, a quien servían como sustento de su propia autoridad, era visible desde hacía mucho tiempo en relatos como el Decamerón o los Fabliaux, en los que, infringiendo las leyes de convivencia de la Iglesia y del feudalismo, los protagonistas echaban mano de su ingenio para hacer su voluntad, sin importar si ésta era justa o no. Para obtener los favores sexuales de una dama muy piadosa, un personaje de uno de los cuentos del Decamerón, un fraile a quien ni el hábito lo hacía monje, decide hacerse pasar por el arcángel Gabriel. El fraile, que por la escasez de miras de su feligresía era tenido por santo, comunica a la piadosa dama que Gabriel se le había aparecido para hacerle saber, a él que era tan santo, que se había enamorado de ella y que deseaba gozarla carnalmente, y que para lograrlo tomaría el cuerpo del monje mientras mandaba su alma de viaje a los cielos. La dama, de cuya cortedad de entendimiento nos habla Boccaccio extensamente, se cree por entero este cuento; y así es como una noble veneciana hace bajar de los cielos a Gabriel, quien troca la excelsitud de tan altos lugares por el solaz fugaz de los bajos. De igual modo, aunque no siempre por motivos tan deshonestos, en muchos de sus cuentos Boccaccio nos cuenta de jóvenes que, desoyendo la autoridad familiar y social, en contra de contratos matrimoniales y condicionantes de clase, consumaron su amor valiéndose del ingenio. Esta lucha de valores y formas de pensar domina el transcurso del Renacimiento y se hace presente en todos los ámbitos del hacer cotidiano. De igual manera, contra la escolástica, que había dominado por completo el panorama filosófico de los siglos del medievo, poco a poco se alzan nuevas voces que no tomarán a Aristóteles como punto de apoyo y que, jugando entre lo literario, lo cómico y lo filosófico, expondrán nuevas formas de vivir y de concebir las relaciones entre humanos. A propósito de esto, cabría recordar las obras literarias de Erasmo o de Rabelais, quienes, entre broma y broma, no dejaban de lanzar de vez en cuando alguna pedrada a la autoridad de Roma. Todo esto puede mostrarnos muy claramente que cada autoridad en su momento ejerce un control de mayor o menor grado sobre las formas, los esquemas de pensamiento, los temas a tratar y la forma de tratarlos, y que mientras más importantes sean los intereses implicados en ese control de la verdad, más fuertes serán las reprimendas de quienes poseen el poder efectivo. Sobre este "control de las formas", cabe decir que en aquel momento no se podía aspirar a ningún renombre en filosofía si no se utilizaba el lenguaje y los temas de la escolástica, por eso astutamente Rabelais o Erasmo presentan sus filosofías fuera de los formatos forjados por la Iglesia, mostrándose ante sus contemporáneos más que como filósofos como hombres de letras; de haber intentado exponer sus ideas en las formas del aristotelismo ambiente y la escolástica, no las habrían podido encubrir con la flexibilidad del humorismo y la ironía, y afirmar en tono serio algo contradictorio a los dogmas eclesiásticos era exponerse al juicio de Dios en la Tierra: a la tortura y a la hoguera.

Por fortuna, el rigor inquisitivo de la Iglesia sólo era aplicado con más ahínco ahí donde se tratara directamente de ideas, por esto las condiciones de desarrollo de la pintura o la música eran muy distintas, al punto de que más adelante, y sin mucho conflicto, la Iglesia habría de apropiarse de algunos de los desarrollos seculares de estas artes para sus propios fines. No obstante, en primera instancia, sólo después de arduos empeños empezó a desarrollarse una música en consonancia con esas nuevas formas de pensar que buscaban emanciparse de lo eclesiástico. Esta dificultad de desarrollo, sin embargo, se debió más a la manera en que estaba estructurada la práctica musical que a un empeño deliberado de la Iglesia por defender sus intereses ideológicos. Hasta entonces, casi toda la teoría musical obraba en favor de lo que se estimaba como la única música académica europea, la música polifónica, cuyo nacimiento y desarrollo está inextricablemente ligado a las prácticas litúrgicas. Aun sin intenciones deliberadas, la Iglesia había mantenido muy bien deslindado el terreno de la música académica; desde hacía mucho tiempo los instrumentos habían sido desterrados de las iglesias y, después de que en el Concilio de Trento se establecieran algunas condicionantes para la práctica musical polifónica, los materiales musicales no podían provenir de orígenes seculares; todas las melodías empleadas en polifonía a partir de entonces provendrían de himnos gregorianos y de materiales tradicionales. Estas condiciones de producción obligaron a que la música secular, primero, y la música instrumental, después, se desarrollaran fuera del seno de la Iglesia. Y aparejados a estas nuevas músicas surgieron especialistas musicales no eclesiásticos en las academias, instituciones con autoridad sobre lo literario y lo artístico forjadas por un humanismo que cada día le ganaba más terreno a la Iglesia en materias seculares.

En una época en que se hacía música de esta manera, era natural que los instrumentos musicales estuvieran poco desarrollados, pues su función se limitaba a acompañar procesiones o danzas populares, tareas para las que no era necesario trabajar mucho en su sonido. Sin embargo, de la mano del madrigal y siguiéndolo palmo a palmo, comienza a surgir una música instrumental y, con ella, nuevas familias de instrumentos abocadas al hacer melódico y al acompañamiento. Así, en el transcurso del siglo xvi se inventa en Italia buena parte de los instrumentos que conocemos como clásicos: los violines, los trombones, las violas, etc. En primera instancia se utilizaban para acompañar o doblar la voz en los madrigales; después, para la práctica del passeggiato, en que se sustituía la melodía vocal de un madrigal con un instrumento, con el que además se adornaba la melodía con notas rápidas. Como es de suponerse, los instrumentos más frecuentemente empleados en el passeggiato eran los instrumentos más agudos y ágiles, la flauta, el violín o el cornetto. Otro género en que la música vocal daba estructura a la instrumental era la canzona. En la canzona el punto de partida fue en un principio el género vocal polifónico conocido como chanson francese. Y aunque en los passeggiati y en las primeras canzonas aún los esquemas formales eran los mismos que los de los madrigales y piezas vocales que se tomaban como punto de partida, en la práctica, al pasar de lo vocal a lo instrumental, se improvisaba mucho y surgían figuraciones y formas propias para estas nuevos géneros, que así, con el paso del tiempo, adquirirían contornos propios y distintos. Ejemplo de esto es que las canzonas de finales del siglo xvi ya no se hacían en base a piezas vocales precisas, sino que más bien sus formas ahora sólo muy libremente tenían que ver con la estructura dramática de la música vocal. Esta idea de también hacer de la música instrumental una música "dramática" fue la que dio un repertorio común de inflexiones y procedimientos compositivos a la música vocal y la música instrumental, con la ventaja de que en esta última se podía hacer uso de notas más rápidas o de cambios armónicos o rítmicos más imprevistos, y así la formalidad de las piezas instrumentales, ya no ligada a la estructura de un texto, se podía exacerbar y dar lugar a lo que los italianos de ese tiempo llamaron invenciones.

Junto con otros géneros instrumentales como la fantasía y el recercar, la canzona cimienta la tradición instrumental de los siglos que han de venir, y a través de su historia podemos ver cómo la canzona, siguiendo también algunos hallazgos técnicos hechos por el madrigal, deriva en la sonata. A finales del siglo xvi, en música vocal empieza a utilizarse la melodía sola acompañada por el basso continuo; esta práctica muy pronto será imitada por los músicos instrumentales, que empezarán a componer piezas para canto solo (sin especificar el instrumento a usarse) y, aun, piezas destinadas a un instrumento específico, como la Sonata per il Violino (1610) de Giovanni Paolo Cima, por las que empieza a desarrollarse una técnica específica para los instrumentos. Mientras en las primeras sonatas el empeño compositivo reside en lograr las técnicas más adecuadas para el lucimiento instrumental, las últimas canzonas tienden a desarrollar, más que una técnica ejecutiva, una técnica expositiva donde se da especial atención al desarrollo seccional y a la elaboración melódica. Entre los últimos grandes representantes del género encontramos a Tarquinio Merula (1594/95-1665) y a Girolamo Frescobaldi (1583-1643), quienes de dos maneras muy distintas lo abordan. Las canzonas de Merula se distinguen muy fácilmente de las sonatas contemporáneas por sus esquemas formales poco complicados y por la repetición de secciones. Aquí, más que la novedad formal, lo atractivo es la yuxtaposición de melodías, que, si bien son pocas, suelen ser contrastantes en términos de carácter, y la alternancia de tiempos rápidos y tiempos lentos. De un carácter muy distinto son las canzonas de Frescobaldi. A diferencia de las de Merula, en las canzonas frescobaldianas todo es invención formal: la repetición seccional prácticamente es inexistente y cada canzona posee un esquema formal propio. El Libro primo delle Canzoni (1628, Roma-1635, Venecia), de Frescobaldi, es un extraño muestrario de las posibilidades de escritura instrumental del momento. Frescobaldi da a sus canzonas un orden progresivo por el que se va de las canzonas para un solo instrumento a las canzonas para cuatro instrumentos, pasando por todas las combinaciones posibles: canzonas para un instrumento grave, para dos instrumentos graves, para dos agudos, para grave y agudo, para dos agudos y un grave, etc., y cada formación precisa una escritura distinta. En las canzonas para un instrumento agudo o para un instrumento grave, vemos la escritura más virtuosista, de notas rápidas y figuraciones fulgurantes; por el mismo tenor van las canzonas para dos agudos y para dos graves –por lo que se sabe hasta ahora, inventadas por el propio Frescobaldi, con la diferencia de que en éstas últimas ambos instrumentos dialogan o el segundo bajo, en ocasiones, imita las notas del continuo. También en algunas de estas canzonas a dos bajos, el basso continuo a veces asume el papel de un tercer bajo que concerta con los otros dos, para dar lugar a la aun más extraña modalidad de pieza a tres bajos. Y si  la variedad de los esquemas compositivos y de escritura es tanta, no menos cuidado pone Frescobaldi en el asunto de las inflexiones y los matices; el Libro primo delle canzoni de 1628 es la primera edición en que están anotados los tempi de las diferentes secciones de las piezas con las ya habituales indicaciones de allegro o adagio. Toda esta serie de recursos hacen que las canzoni frescobaldianas ocupen un lugar singular en la literatura instrumental del primer barroco; con estas canzonas tanto se llega al punto de mayor sofisticación compositiva del género de las canzonas como se establecen las técnicas y formas que adoptarán en el futuro las sonatas. Con todo derecho puede decirse que estas canzonas son un híbrido de la canzona y la sonata en el que el énfasis está puesto en la variedad de invención y la expresividad musicales.

Tarquinio Merula
Canzon "la Cattarina" (1637)


Girolamo Frescobaldi
Canzona seconda a canto solo detta la Bernardinia

Canzona settima a basso solo detta la Superba

Canzona undecima a due canti detta la Plettenberger

Canzona decimasesta a due bassi detta la Samminiata

Canzona vigesimaquarta a due bassi e canto detta la Nobile

Canzona trigesima quinta detta l'Alessandrina



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Discografía

Viaggio musicale. Musica italiana del Seicento, interp. Il Giardino Armonico, dir. Giovanni Antonini, Teldec, 2000.

Canzoni, interp. Les Basses Réunies, dir. Bruno Cocset, Alpha, 2004.



martes, 30 de agosto de 2011

La melodía eficaz

La Sibila de Cumas (1616-17), de Domenichino (1581-1641)


Udir musico mostro, o meraviglia
Che s'ode sì, ma se discerne appena,
Come or tronca la voce, or la ripiglia,
Or la ferma, or la torce, or scema, or piena,
Or la mormora grave, or l'assottiglia,
Or fa di dolci groppi amplia catena,
E sempre, o se la sparge o se l'accoglie, 
Con egual melodia la lega e scoglie.

(Escuchad  al músico prodigioso, ¡qué maravilla!,
Que se oye, sí, pero se entrevé apenas,
Cómo ahora trunca la voz, ora la retoma,
Ahora la detiene, ahora la retuerce, bien mengua, bien crece,
O la modula grave, o la adelgaza,
O hace de dulces grupos amplia cadena, 
Y siempre, ya la esparza ya la recoja, 
La ata y desata con proporcionada melodía.)

Giovan Battista Marino, Adone, VII, 33


Muy poco se repara en que lo que a veces parece lo más sencillo de realizarse puede ser en realidad lo más complicado. Sólo nos damos cuenta de que la propia forma en que relatamos y describimos con palabras, tonos e inflexiones de voz las cosas en el hablar cotidiano es de una complejidad impensable cuando llegamos a ser conscientes de que con palabras e inflexiones de voz casi nunca premeditadas podemos comunicar a nuestro interlocutor la materia misma de una situación: el ambiente en que se produjo, los objetos en el espacio y los instrumentos que se utilizaron en la acción, los diálogos mismos de quienes participaron, e incluso nuestra opinión sobre lo sucedido. La imaginación de quien habla y de quien escucha se alían para dar significado a las palabras. Pero este acto instantáneo de comunicación no sería posible si el que habla y el que escucha no reconociesen detrás de las mismas palabras las mismas ideas o si no reconociesen que ciertos tonos de voz dan a entender estados de ánimo o actitudes respecto a lo dicho no expresables con las puras palabras. Y no es que esas inflexiones y cambios en el tono sean convenciones que se puedan entender con un manual en mano, más bien son prácticas de locución cuya eficacia está dada por la experiencia y se comprueba en ella; si estamos enojados alzamos la voz para dar a entender con claridad nuestro enojo; la forma es producto de la eficacia, y las situaciones en que la comunicación debe ser eficaz son tantas, que no existen las más de las veces formas precisas y reglamentadas de expresar las cosas; sin embargo, improvisando y siguiendo el ejemplo de cómo los demás se expresan, logramos darnos a entender. El habla refiere en toda instancia a lo real, al tiempo y a las situaciones, y por complejo que sea todo ello, hemos logrado con palabras y oraciones expresarlo de manera natural y sin pensárnoslo dos veces.
      Sin embargo y aun cuando el habla refiere a la multiformidad de lo real, en la expresión escrita, versión fija de la expresión oral, y en la expresión oral tradicional han existido métodos que ayudan a ordenar el pensamiento para que se exprese de la manera más concisa y memorable posible, tal es el caso de la versificación y las formas poéticas en que se repiten estrofas a modo de estribillos. En mucha de la escritura en verso, la métrica, el uso de la rima y la repetición posibilitan la memorización y la transmisión exacta de las palabras que refieren a una idea. Por todo ello el habla versificada y con repetición de estrofas forma parte del patrimonio tradicional de muchas culturas alrededor del mundo, tanto de las que escriben como de las que no. Y las sociedades mientras más tradicionales son parecen dar mayor importancia a la expresión versificada y con repetición de estrofas. Pero cuando un cambio en la mentalidad obliga a ir más allá de la contención propia de estas formas, se abandona la obligación de la repetición y las relaciones métricas de los versos se hacen más complejas, o incluso desaparecen para dar lugar o al verso libre o a la preponderancia de la prosa, cuyo ritmo no se constriñe ante ninguna restricción formal preestablecida. Entonces puede parecernos que en la expresión tradicional las ideas mismas expresadas en formas convencionales bastan para dar contenido al texto y que la expresión que comienza a dejar de ser tradicional se vale de recursos e inflexiones no circunscritas a ninguna formalidad preestablecida. No es extraño, pues, que casi todas las culturas tengan algún género de poesía, pero sólo unas cuantas dispongan de novelas o de algún género equivalente.

Esta historia del paso de formas tradicionales y fijas a formas improvisadas y complejas no es exclusiva de lo literario, pues, como lo cultural forma un complejo en que a un tiempo una forma de pensar se expresa de manera similar en literatura, música y artes en general, el mismo paso puede rastrearse en estas otras artes. Particularmente en Occidente este paso de lo tradicional a lo que llamaré moderno es muy notorio en música. Sin embargo, no ubicaré la modernidad musical donde se la ubicaría convencionalmente, sino en el que quizá sea su verdadero inicio, a finales del siglo xvi, cuando cobró auge una música en la que con la melodía se trataba de imitar el fluir y el tono cambiante del discurso oral.

Aun cuando en el Renacimiento abundan los ejemplos de lo moderno en muy diversas artes la característica principal de la pintura italiana parece ser un naturalismo impensable en los siglos del gótico; en la literatura comienza el auge de la novela y los temas pasan de lo piadoso de otros tiempos a lo cotidiano–, la música de buena parte de lo que hoy llamamos Renacimiento seguía ligada a funciones litúrgicas y comunitarias de todo tipo. Por otro lado, aunque desde la Edad Media había canciones profanas, éstas siempre se versificaban en base a textos en los que la repetición era esencial para anclar el discurso. Ésta es la clase de textos que todavía a mediados del siglo xv utilizaba Guillaume Du Fay (1400-1474) para sus baladas y sus rondós. También la técnica musical predominante, y que por igual se utilizaba en música religiosa y en música profana, era la polifonía. La polifonía enlazaba melodías de acuerdo a un principio de concordancia armónica; cuando se oye polifonía se escucha más el conjunto de sonido producto del discurrir sincrónico de todas las voces que cada melodía en particular; el sonido polifónico tiende a una cierta inmovilidad y no parece ser el medio más adecuado para lograr música vivaz y expresiva. Y sin embargo nada tiene de raro que la música profana de aquellos tiempos haya sido compuesta con una técnica no pensada para la expresión de lo afectivo; muchos de los músicos más renombrados de principios del Renacimiento eran clérigos, y buena parte de la teoría musical de aquel momento tenía como primer propósito dar fundamento a la música de iglesia. La revolución por la que habría de gestarse una música profana técnicamente independiente vendría poco a poco del movimiento secular que a principios del siglo xvi se esparce por toda Europa y que llama en su apoyo a las diversas culturas regionales de los países europeos y muy principalmente a la cultura clásica. Como producto de este movimiento secular, a lo largo del siglo se desarrollará, primero en suelo italiano, el madrigal, un género polifónico que versa sobre temas de amor y de afecto. En el madrigal, la polifonía poco a poco busca expresar lo afectivo y lo efímero; la subjetividad y el afecto habían sido desterrados de la música religiosa, pues su tema principal era el orden eterno, y lo afectivo responde a lo circunstancial y a lo deleznable de las situaciones, a lo destinado a florecer y a morir. El madrigal socava esta simbolización de lo perfecto que era la polifonía al comenzar a valerse de las disonancias y el cromatismo para lograr giros armónicos inesperados que evocasen la volubilidad de los afectos humanos. Conforme avanzamos hacia finales del siglo xvi la polifonía del madrigal comienza a adelgazarse; de las composiciones de hasta cuarenta voces que hubo en algún tiempo, se llega a madrigales en que sólo dos o tres voces discurren en paralelo o a piezas vocales e instrumentales en que, en lugar de una sincronía de voces, nos encontramos con partes en diálogo cuyas múltiples melodías compiten en expresividad y virtuosismo antes que conformarse a hacer un trabajo de conjunto. No menos importante que todo esto es el hecho de que la mayor parte de la música instrumental surgida entonces tiene como modelo el madrigal. Passeggiato es el término con que se conoce a la música instrumental que, basándose en los madrigales de moda, los adorna con notas rápidas y crea así un tejido de melodías rápidas y virtuosas cuyo fundamento de significado es la letra del propio madrigal; el oyente de un passeggiato recordaría entonces el madrigal original y lo compararía con su exacerbada versión instrumental. El madrigal mismo al escoger sus textos ya había rehuido de la escritura tradicional con versos rígidos y estribillos; en consonancia con la alta cultura secular de los tiempos, de la que era el fruto musical, miraba hacia el clasicismo, hacía Petrarca y hacia la poesía de las academias, hacia una poesía que relegaba lo popular y lo tradicional y expresaba lo propio del individuo, lo particular y lo subjetivo. Surgía, entonces, una concepción moderna del individuo, que ya no era únicamente parte de una colectividad y que tenía pasiones particulares, que también podían expresarse con música.

Era de esperarse que tarde o temprano la polifonía cediera su posición a una técnica más adecuada a la expresión de estos afectos musicales. Hacia 1581 la Camerata fiorentina se manifiesta abiertamente en contra de la polifonía con el 
Dialogo de la musica antica e della moderna, escrito por Vicenzo Galilei (c.1520-1591), miembro de la camerata y padre de Galileo, en el que Galilei se declaraba a favor de lo antiguo; en este caso lo antiguo
era la supuesta forma en que los griegos trataban musicalmente las palabras. Según Galilei: 
Lo antiguo respetaba la forma y valoraba el significado de las palabras, y de esas palabras aseguraba la perceptibilidad y dejaba que se expresaran totalmente las cualidades emotivas y catárticas del canto. [Los antiguos] favorecían la monodía, la sencillez de la pronunciación y el cuidadoso desarrollo de los ritmos musicales.

Después de Galilei, la monodía sería acogida por Giulio Caccini (1550-c.1618), cuyo entusiasmo por la Antigüedad clásica era tal que decoró su apartamento en Florencia con frescos al más puro estilo pompeyano, no sin perder la oportunidad de representar a Apolo y las musas. A él debemos la paradigmática colección de madrigales Le nuove musiche (1602), un compendio en el que se agrupan madrigales del más alto estilo con madrigales ligeros y alegres; también a Caccini debemos aquel estilo conocido como recitar cantando, en el que canto y sentido de las palabras debían ser una misma cosa y en el que la naturalidad de la expresión no debía ser sacrificada por nada que no tuviera que ver con el texto.

Caccini
Non ha'l Ciel


Claudio Monteverdi (1567-1643), con sus Madrigali Guerrieri et amorosi, va más allá en la expresión de los afectos musicales, y a los afectos tristes y amorosos suma los afectos guerreros, el consabido stilo concitato de Monteverdi, cuya expresión más audaz y extensa la encontramos en el Combattimento di Tancredi e Clorinda, en el que, con efectos de las cuerdas, notas rápidas y violentos ostinatos, se imita el fragor del encuentro entre ambos guerreros y amantes. En otros madrigales de esta amplia colección se mezclan volublemente todos los tipos de afectos. Un ejemplo acabado de la mezcla más tortuosa de los afectos es Hor che'l Ciel e la Terra, donde Monteverdi se vale de un soneto de Petrarca donde el amor aparece tanto como posible salvación como causa de una eterna angustia que lleva al amante a una cruel guerra donde los sentimientos se entrecruzan sin tregua.

Monteverdi
Hor che'l Ciel e la Terra
"Hor che'l Ciel e la Terra"
"Cosi sol d'un chiara fonte viva"

En el largo lamento Chi non sà come Amor, Benedetto Ferrari della Tiorba (1597-1681) musicaliza un texto por demás complicado, pues a la volubilidad de imágenes y de afectos se aúna un verso de métrica irregular ya plenamente barroco. En este texto, Ferrari della Tiorba no dispone de ritmos recurrentes a los cuales seguir ni de una métrica regular que le permita musicalizar varias partes con una única figuración melódica. El recitar cantando se cumple ahora al pie de la letra con un texto al que muy poco le falta para ser por completo prosa; sin embargo, con toda la dificultad de por medio, el ideal de melodía continua y cambiante, como las pasiones mismas, encuentra aquí un raro ejemplo, en el que la eficacia de la melodía consiste en su habilidad para seguir el tortuoso discurrir de las palabras.

Ferrari della Tiorba
Chi non sà come Amor


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Bibliografía

Gallico, Claudio, Historia de la música, Vol. III: La época del Humanismo y del Renacimiento, trad. Verónica y Betariz Morla, D.G.E. / Turner Libros, 1999.


Discografía

Firenze 1616, interp. Le Poème Harmonique, dir. Vincent Dumestre, Alpha, 2007.

Combattimenti !, interp. Le Poème Harmonique, dir. Vincent Dumestre, Alpha, 2010.

Il Fásolo ?, interp. Le Poème Harmonique, dir. Vincent Dumestre, Alpha, 2002.


viernes, 19 de agosto de 2011

La disolución de las formas y las ideas


Cumulonimbus incus
La naturaleza parece ser la principal fuente de donde manan las ideas del hombre, y todo cuanto nos ha sido posible deducir de ella ha pasado, tarde o temprano, a integrarse a nuestras concepciones sobre la vida. Sin embargo, varias de las percepciones que hemos tenido sobre la naturaleza y la vida han sido erróneas, y el tiempo se ha encargado de demostrárnoslo, haciendo que se vuelva mentira aquello que antes nos parecía verdad. Lo que comprueba o que somos malos observadores o que, en nuestra búsqueda de una verdad global que explique todos los misterios que nos pueden salir al paso, a veces hemos tendido a formarnos ideas de las cosas demasiado pronto. Somos humanos y los errores de percepción ocurren porque la naturaleza es infinita y cada una de las cosas que ha producido tiene tantos matices que para el hombre es imposible incluso lograr una descripción exhaustiva de los atributos y características del más pequeño de sus objetos. Toda descripción que pretende una definición precisa de las cosas es imperfecta, o mejor dicho, no es acorde con el carácter multiforme y proteico de la naturaleza. La naturaleza, por su parte, también es imperfecta, y tal vez la imperfección sea esa ley suya que es tan inexpugnable para el razonamiento humano. A veces, por esa misma imperfección congénita, sus formas se nos muestran marchitándose y extinguiéndose ante nuestros propios ojos; de ahí aquella consciencia de la muerte que tanto aguija el corazón del hombre. ¿Cuántas veces no se ha visto que la naturaleza genera criaturas de un sólo día que mientras permanecen en el mundo su vida es toda sufrimiento o sobre cuántas criaturas no hemos sabido que, aun viviendo algunos millones de años, se extinguieron cruelmente ante una competencia que surgía por doquier o por algún cambio imprevisto en las condiciones del ambiente? La perfección sólo es un concepto funcional que sirve para saciar las necesidades de definición del hombre; la evolución, "regla" de cambio de la naturaleza, supone que nada está acabado y que todo está rehaciéndose y deshaciéndose; aunque este último concepto de "deshacerse" quizá sea inadecuado, porque supone que lo deshecho alguna vez tuvo una forma fija; en fin, parece un concepto más bien hecho desde la limitada percepción del hombre, que rara vez ve los cambios lentos e inexorables que le ocurren a los objetos.

Por todo esto, cabría pensar que toda idea que podamos formarnos de la naturaleza siempre, en el detalle, estará equivocada, o que la naturaleza nunca estará en el sitio en que al hombre le gustaría. El dominio del hombre sobre la naturaleza, que algunos apresurados no han dudado en clamar, parece nunca destinado a concretarse; pues, en todo caso, un dominio completo sobre la naturaleza precisa no sólo poder formular alguna explicación sobre tal o cual de su objetos, sino también entender cómo se desarrolla la naturaleza en el tiempo, pues tiempo y objetos son una misma cosa. Se sabe que la naturaleza y sus criaturas evolucionan con el tiempo, pero no se sabe bien cómo evoluciona alguna de estas criaturas sino hasta cuando el hallazgo de un fósil nos puede dar el rastro, y sólo nos da una idea de un sólo momento en el tiempo, el resto son conjeturas sin ningún respaldo. Tan mal se conoce el actuar de los objetos en el tiempo, que basta ver cómo fallan los pronósticos que día a día se hacen del tiempo atmosférico. Se puede presumir de mil cosas, pero aún no puede saberse justo en qué momento vendrá la época de lluvias o si en verdad un año tendrá una época de huracanes más violenta que la de otro. Todo lo que se sabe de la relación entre el tiempo y las objetos sólo se sabe en el momento en que se estudia cómo es un objeto en un instante del tiempo; conocemos los objetos por "estados" y no en su desenvolvimiento y su actuar. Esto no quiere decir, sin embargo, que conocer un objeto en diferentes "estados" y ser conscientes de que cambia no nos lleve a hacer conjeturas más o menos atinadas de a qué puedan deberse esos cambios y de cómo ciertas condiciones propician cierto género de cambios; pero el asunto de las prospecciones y del conocimiento de los objetos en el tiempo sigue siendo tan complejo, que aún causa fascinación, no habiendo pruebas ni material de respaldo, el sólo intento de hacer conjeturas de cómo vivían nuestros tatarabuelos o de cómo serán las tecnologías en cincuenta años.

Las evoluciones en el tiempo mientras son más impredecibles y repentinas más nos asombran; de ninguna manera puede registrarse cómo ha de moverse una flama o cómo se ha formado el complicado relieve de un paraje montañoso; estas cosas se pueden saber a grandes rasgos, pero una descripción detallada de sus geometrías o de su evolucionar en el tiempo son cosas que escapan a las capacidades de formulación del hombre, tanto cómo aún escapa a la comprensión del hombre su propio reaccionar psicológico ante las situaciones de su propia vida, que, sobra decirlo, el hombre no puede conocer de antemano. Nos movemos, entonces, en un mundo de sombras y figuraciones en el que convivimos con objetos y situaciones cuyas razones de cambio desconocemos y que el razonamiento no puede conjurar. Pero no nos extrañemos, lo vivo siempre le ha pasado elusivamente al hombre por el rabillo del ojo, y esa calidad profundamente irrazonable de las cosas, antes no matizada por ciencia alguna, era quizá lo que hacía a nuestros ancestros ver cualidades mágicas en todo. Si se trata de comprender aquello que ahora se tacha desdeñosamente de pensamiento mágico, se podrá ver que el germen de todo asombro y de toda maravilla está en la complejidad misma de las cosas; sin embargo, en algunos ámbitos el hombre contemporáneo conoce mejor que cualquiera de sus antepasados lo complejas que son las cosas. En este sentido, nuestra sensibilidad puede ser también primitiva, claro, no sin antes haber admitido que somos, como los animales, sujetos de una naturaleza que nos envuelve por completo y que, sin embargo, nosotros mismos no podemos abarcar. Cuando se abre esta perspectiva de infinitud, pudiendo aún valorar a la ciencia por su capacidad de describir muchas de las cosas que nos rodean, se nos muestra que la vida y la naturaleza quedan intactas y fundamentalmente vírgenes; la naturaleza siempre será terreno para nuevos descubrimientos, que quizá no nos salven ni mejoren nuestra "calidad de vida" pensando las cosas de una manera ridículamente funcional, pero que sí nos serán estéticamente provechosos, para lo que quiera que eso sirva.

Como quiera que sea, también hay que reconocerlo, el análisis científico nos ha revelado ciertas materias objetivas que escapan a la sensibilidad normal del ser humano, y que conociéndolas nos revelan una parte de las cosas que la naturaleza nos había vedado. Ya no nos sorprende, pero cada vertebrado dotado de visión, por la frecuencia de onda a la que son sensibles sus conos oculares, puede ve un espectro de colores distinto al que ven los demás; el hombre es sensible, grosso modo, a tres colores: verde rojo y azul, cuyas longitudes de onda son distintas; otros animales tienen sensibilidad para longitudes de onda aun menores y pueden ver incluso el llamado color ultravioleta. En lo auditivo pasa otro tanto: somos incapaces de oír muchos registros de sonido (los sonidos demasiado graves o demasiado agudos), sin embargo muchos de esos registros que no escuchamos aislados conforman el sonido de muchas fuentes de emisión que sí oímos. Gracias al análisis espectral, ahora sabemos que todo sonido "natural" –desde el sonido de una roca al golpear contra el agua hasta el sonido de los instrumentos musicales– está compuesto por un número indefinido de componentes, que los expertos en acústica han llamado armónicos. No creo que se sepa a ciencia cierta cómo se asocian todos esos armónicos para componer aquel todo unitario al que llamamos sonido; pero aunque no se sepa cuáles son las razones que propician que esa multitud de componentes se perciban como una "unidad", en cambio, es muy fácil reconocer que esos conjuntos de armónicos suenan de manera natural al oído humano.


Espectrograma de sonido
En los setenta, a partir de que hubo herramientas fidedignas de análisis de sonido, a algunos músicos franceses, después conocidos como espectralistas, se les ocurrió la idea de que se podría fundar un nuevo pensamiento armónico en base a las asociaciones de armónicos visibles en un espectroscopio. En lugar de recurrir a las reglas armónicas propias de la música tonal, se podía ahora registrar el sonido de un violín o un piano y analizar cuáles eran los principales armónicos en juego cuando se producía ese sonido, y en base a todos esos armónicos, distendiéndolos en obras de amplia duración, se podían componer piezas en las que el problema de la armonía se resolvía imitando las consonancias de los sonidos naturales. Cada pieza espectral recurre a una paleta de armónicos distinta, dependiente del sonido básico que hubiera sido analizado para componerla; para los espectralistas la cuestión armónica ya no se basaba en una "ciencia" fija –como la tonal– que prescribiera cómo habían de organizarse y sucederse los sonidos en todos los casos, sino que cada armonía resultaba de un modelo particular; una serie de armónicos dada había de evolucionar en el tiempo tal y como lo hacía en la naturaleza. A simple vista, podría parecer que esto obligaba a que los espectralistas siguiesen al pie de la letra los datos resultantes del análisis y que sus obras resultasen ser diagramas auditivos de lo analizado; sin embargo, en una pieza espectralista pueden convivir elementos muy disímiles, que el compositor enlaza siguiendo un criterio de similaridad de armónicos. Por eso las obras espectralistas son de una continuidad de movimiento sorprendente y admiten toda clase de invenciones, siempre y cuando éstas sean insertadas en el tejido musical bajo un criterio de similaridad armónica.

Una de las obras maestras de esta forma de pensar la armonía es Désintégrations (1982-83), de Tristan Murail (*1947). Tal como su nombre lo indica, en 
Désintégrations los complejos de sonido expuestos aparecen como vistos a través de un microscopio que los desmenuza y desintegra y gracias al cual es posible ver hasta el más nimio de los componentes del sonido; el más robusto de los sonidos –por ejemplo, el denso acorde que se forma hacia el final de la primera sección– puede convertirse al cabo de unos minutos en un sonido penetrante y agudo, o un campanilleo en apariencia irracional puede convertirse después de algún tiempo en una melodía tersa y continua. Désintégrations trata sobre cómo se transforma el sonido en el tiempo, y puede verse como un lienzo musical en el que se nos muestra tanto la infinidad de metamorfosis que puede sufrir el sonido como la gran imaginación sonora de Murail, que en poco más de veinte minutos elabora un paisaje de sonido en donde todo puede ocurrir.

Désintégrations, para diecisiete instrumentos y cinta magnética







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Discografía

Compositeurs d'aujourd'hui: Tristan Murail, interp. Ensemble Intercontemporain, dir. David Robertson, Accord, 1996.

viernes, 12 de agosto de 2011

Las músicas de carnaval de un completo desconocido

Hoy en día todos los registros civiles parecen funcionar a la perfección. Ya no puede suscitar ninguna admiración que de casi cualquier persona, por más insignificantes que hayan sido sus obras, se sepan las fechas de sus dos actos imprescindibles en este mundo: el nacer y el morir. Pero eso no es todo. Día a día el registro de nuestros dichos y hechos se vuelve cada vez más acucioso. De unos años para acá, uno casi sin quererlo se puede enterar de dónde pasó sus vacaciones fulano o de cuál fue el lugar que visitó perengano. La vida y obra de varios de nosotros puede saberse sin ninguna dificultad con sólo encender una computadora y algo de curiosidad, y no cabe esperar que esto último falte. Por todo esto –no sé si a ustedes también les pase–, cada vez me parece más difícil discernir qué de todo esto, que casi estamos obligados a saber, es importante y qué no lo es. Se podría decir sin ninguna exageración que sabemos más de lo necesario, y que quizá no tenemos acceso a la información que sí nos convendría conocer.


En una revista o en casi cualquier género de publicación, un editor nos presenta sólo aquello que él considera digno de conocimiento; pero con el auge de internet un nuevo género de publicaciones ha invadido el mundo. Desde la invención de los buscadores de internet cabe cada vez más la posibilidad de desviarse de lo que uno realmente está buscando saber; uno puede estar buscando algo relativo a los perros e insensiblemente comenzar a leer sobre las perras de cierto vecindario o sobre la perra vida de algún pobre diablo, y podría ser que nuestra curiosidad se desinterese de su primer objetivo y que encuentre que una perra vida también puede tener sus encantos. En cada búsqueda acabamos por enterarnos de más de lo que pretendíamos porque esas listas interminables que nos arrojan los buscadores de internet no han pasado por el tamiz de un editor; con plena igualdad conocemos lo que ni siquiera hubiéramos pensado que queríamos conocer y lo que por voluntad queríamos saber. Otro tanto pasa en las redes sociales. Si bien en ellas cada quien elige las personas con que se relacionará, la facilidad con que se pueden publicar cosas y la tolerancia que en ellas reina permite a cualquier usuario publicar lo que le viene en gana incluso frases enteras en las que ninguna palabra se salva de la mácula de una descuidada ortografía–, y tanto se publica que en el espacio de un día uno puede enterarse de un buen montón de dichos y hechos, de mayor o menor relevancia (o de ninguna), de amigos y conocidos. Cada quien se ha vuelto su propio editor y su propio censor, aunque sea de un tipo tan laxo que se permita afirmar con orgullo y desvergüenza cualquier chabacanería. Sin embargo, aun entre tanta paja podemos encontrar de tanto en tanto el grano; lo bueno junto con lo malo y todo en cantidades inmensas. Estos son los problemas de nuestro sobreinformado siglo; por falta de información, en cambio, en otros siglos se padecieron otros problemas que ahora nos parecerán de lo más extraños. Pero el problema que ahora me incumbe no es precisamente éste, pues no tengo la facultad de "ponerme en los zapatos" de los hombres de otros tiempos, sino las dificultades con que nosotros, los hombres del presente, tropezamos al querer lanzar una mirada curiosa sobre ciertos acontecimientos del pasado.

Mucha curiosidad puede causarnos que en otros siglos ciertos artistas se pudiesen ocultar a voluntad tras una cortina de humo, cual luismigueles; de un tal Dario Castello, músico muy apreciado en la Venecia de principios del siglo xvii, sólo conocemos un nombre ligado a un puñado de piezas gracias a un par de ediciones venecianas. Sin importar la celebridad que alcanzaron estas piezas, el personaje se desvanece ante nuestros ojos como un fantasma; no se tiene constancia de que ningún Dario Castello viviese en Venecia en aquellos tiempos; es más, se cree por ciertos indicios que el nombre "Dario Castello" era un pseudónimo con el que se encubría un tal Giovanni Battista Castello, pero nada de esto es seguro. Se conoce, tal vez, justo lo que tiene que conocerse al respecto, una obra digna de toda la estima que le profesaban sus contemporáneos; el hombre detrás de la obra, un virtuoso o un malandrín, permanece en unas sombras de las que quizá jamás salió en su propia vida. Una vez más, como otras tantas que nos asomamos en el pasado, nos parecerá que los registros civiles se han vuelto mucho más exhaustivos de lo que solían.

Pero, contra lo que puede suponerse, el caso de Castello no es ninguna rareza; sería difícil hacer mención de todos los músicos de aquel tiempo de los que sólo conocemos sus nombres (o pseudónimos) y un puñado de obras. Otros casos hay en los que una obra entera puede dormir en las sombras durante siglos, y ni hombre ni obra ni nada se conoce, aun cuando todo pudiera ser digno de ser conocido. La obra de un italiano –del que ni siquiera se tiene la seguridad de que fuese romano, veneciano, napolitano o lo que sea que haya sido– que se hacía llamar Il Fasolo (o Il Fásolo) no se conoció sino hasta 1886, cuando el musicólogo italiano Chilesotti encontró la única impresión que se haya visto de su obra. Pero en la Primera Guerra Mundial esa única impresión fue destruida; por mucho tiempo después de este incidente sólo se conocería una de sus obras, La Barchetta passaggiera. Por más de un siglo no se supo otra cosa sobre Il Fasolo. Habría que esperar hasta 1991 para que se encontrará en la biblioteca de Bassano del Grappa una copia manuscrita que había dejado Chilesotti. Con un solo manuscrito se rehabilitaba la obra de Il Fasolo; ahora quedaba por saber quién había sido realmente este personaje. Y una vez más nos encontramos con un artista que se desvanece tras una cortina de humo.

A Chilesotti lo que más le interesaba era estudiar la naturaleza extraña de estas piezas, que son un auténtico crisol de influencias de varias regiones italianas, y aun españolas, y estimó, sin profundizar demasiado en ello, que Il Fasolo era originario de la región de Bérgamo. Pero ahora también se sabe que un músico y clérigo llamado Giovanni Battista Fasolo d'Asti alrededor de 1645 publicó obras religiosas en Venecia y en Palermo. Sin embargo, ninguna de las obras de nuestro Il Fasolo es ni por asomo religiosa. A pesar de todo, no era extraño que en aquella época los clérigos tuvieran algunos deslices en terrenos profanos; Giulio Rospigliosi, antes de convertirse en el papa Clemente IX, escribía licenciosos libretos de óperas. En todo caso, la identificación entre un músico y otro resulta muy insegura, pues no hay más indicio que un nombre, o mejor dicho, un apodo. Otra posible identificación del Fasolo se debe a Elena Ferrari-Barassi, quien en 1970, analizando una pieza llamada La Luciata, de un tal Francesco Manelli, encontró que la música y el texto eran idénticos a los de una obra de Il Fasolo, Il Carro di Madama Lucia. Otro indicio para suponer que Francesco Manelli y el Fasolo son una misma persona lo da el hecho de que Manelli había vivido antes de 1637 en Roma y La Barchetta passaggiera, publicada en 1628, también se conoce por el nombre de Misticanza, término dialectal romano.

Como quiera que sea, y aunque las identificaciones sigan siendo tan inseguras, gracias a las precauciones de Chilesotti ha llegado a nosotros una obra donde se aúna el interés con el encanto, y de la cual no es necesario conocer con precisión el autor para estimarla en mucho. Entre todas las obras de principios del siglo xviitaliano, la obra del Fasolo brilla por su singular heterogeneidad y por su pujanza de ánimo; quizá esto se deba a que casi todo cuanto conocemos del Fasolo está ligado al carnaval romano. Sin importar que el Fasolo fuera un hombre de academia, el uso de un pseudónimo parece indicarlo, parece que nos encontramos ante la obra de un auténtico trotamundos que de igual manera conocía las músicas de toda Italia que la música de la vecina España, y el sabor popular y la bravura propias de toda esta música están presentes en el fuerte acento mediterráneo de su música. Otro tanto del carácter popular de esta música puede deberse a que una de las pocas cosas que se saben con seguridad de aquel hombre apodado Il Fasolo es que era un hábil ejecutante de un instrumento propio de las procesiones carnavalescas italianas, el colascione, un instrumento grave y ruidoso lejanamente emparentado con el laúd, cuyo sonido nada tenía de refinado y más servía para armar un jubiloso escándalo que para permanecer a la sombra como un simple instrumento de acompañamiento.


Jácara: Grida l'alma a tutt' ore






Es posible que la manera en que se vivía el carnaval en Roma fuera muy distinta a cuanto podemos imaginar; a este respecto, cabe no olvidar que en la Italia de aquellos tiempos, a caballo entre el Renacimiento y el alba del Barroco, que justamente comenzaba a perfilarse en Italia, las academias y su gusto por el mundo clásico se campeaban a sus anchas en muchas de las realizaciones culturales del siglo; nada más pensemos en que el madrigal a una sola voz, propugnado por músicos como Giulio Caccini o Vincenzo Galilei, padre de Galileo, es un intento por revivir la forma de cantar de los griegos y que las primeras grandes operas son dramas tanto literarios como musicales que versan sobre los temas mitológicos más diversos. Jean-François Lattarico nos cuenta que la etimología más aceptada de la palabra "carnaval" es aquella de 'carro naval'. Por documentos de la época se sabe que, entre otras cosas, durante el carnaval romano desfilaban por las calles carros triunfales dedicados a Baco, tal como muchos siglos atrás desfilaban anualmente por las calles de Atenas carros en forma de nave (de barco) en honor a Dionisos. Por eso no es de extrañar que en una serie de piezas alegóricas que el Fasolo dedica al carnaval, la Serenata in lingua lombarda che fa Madonna Gola, à Messir Carnevale, Baco se nos aparezca hablando de los vinos más famosos de Grecia e Italia y que Madonna Gola (la gula) y su comitiva lo invoquen con cánticos en los que se habla de su proverbial facultad de causar alegría por medio del vino: "O Baccho ò Baccho portator d'allegrezza, / Vieni vieni ch'ognun' ti chiama / Ch'ognun' ti brama / Vieni festoso, ridente e gioioso, / Ch'il tuo licore ci allegra il core". Pero en esta Serenata cabe de todo; además de las invocaciones a Baco, tras los efectos del vino un grupo de tres borrachos, haciendo eco de aquella sentencia de sabiduría popular que nos dice que gracias al alcohol los estamentos se desdibujan y que después de unas copas el príncipe convive y hace chanzas con los siervos, invita a un médico que pasa por casualidad a compartir su alegría; también cabe aquí una canción dedicada al colascione donde con onomatopeyas se imita su sonido o alguna refinada canción de amor. Todo el meztizaje de costumbres y acentos se nos presenta en una serie de piezas sin desperdicio, tan atractiva para el que tiene intereses culturales como para el auditor hedonista que se deleita con una música que no es menos festiva que el más licencioso de los carnavales.

Serenata in lingua lombarda che fa Madonna Gola, à Messir Carnevale


"Primo interlocutore"


"Madonna Gola"

"Baccho"

"Primo interlocutore"


"Mentre per bizzaria"

"Ballo di trè Zoppi"

"Sguazzata di Colasone"

"Non pensar Clori crudel"

"Morescha de Schiavi"



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Bibliografía

Lattarico, Jean-François, notas informativas de la producción discográfica Il Fásolo ?, Alpha, 2002.


Discografía

Il Fásolo ?, interp. Le Poème Harmonique, dir. Vincent Dumestre, Alpha, 2002.

jueves, 21 de julio de 2011

La teoría de la imperfección y algunas curiosidades zoológicas

Es probable que al momento no se prevean todos los alcances de la Teoría de la evolución. Una de las cosas que implícitamente afirma toda teoría de la evolución es que, en contraposición a la visión teológica tradicional del origen y del estado de las cosas, la variedad biológica y las especies que vemos poblando hoy tierras y mares son sólo las especies de un momento en el tiempo; como si de una línea eterna de cambios sólo se viera una rebanada que por casualidad ha quedado ante nuestros ojos. En el tiempo, y no en el instante, las especies y las cosas cambian de manera continua; si un salto improbable en el tiempo nos llevara un millón de años hacia el futuro, veríamos que la descendencia del león difícilmente podría calificarse de leonina. Y entonces, ¿qué son nuestros leones y nuestros tigres sino un instante en el tiempo sin más entidad fija que la conferida por una ilusión perceptiva por la que no es posible comprender la magnitud de las transformaciones acaecidas y por acaecer? Todo resulta entonces en una historia no de las especies, sino de una serie infinita de eslabones biológicos genéticamente inestables, algunos de ellos perdidos. ¿Cuándo el león comenzó a ser león y cuándo dejará de serlo? Si no lo sabemos, tampoco podemos tener la seguridad de que el león que creemos león lo sea. Por todo esto digo que toda teoría de la evolución es implícitamente una teoría de la imperfección. Pero voy a explicarme más extensamente.

Lo único perfecto es aquello qué está acabado y no sujeto a transformaciones. Nos gusta lo perfecto, o su idea, porque lo perfecto es también lo definido y lo que orienta. Aunque nuestra experiencia no desconozca la variabilidad imprevisible de las situaciones y las cosas, nuestra forma de describir y concebir estas mismas cosas se vale de una argucia instintiva e inconsciente: considerar las cosas que nombramos como entidades estables; los mismos nombres estabilizan la variabilidad y le dan márgenes. Por este deseo de definición perfecta, tampoco es extraño que las imágenes de la estabilidad imperturbada hayan sido y sigan siendo tan queridas por los humanos. Una de las imágenes más conocidas de la estabilidad y la perfección absolutas es Dios, y la extensión de su ser en términos de lugar y tiempo: el Reino de los cielos que está más allá del tiempo. El Reino de los cielos es también, y sobre todo, el lugar de la justicia; es imposible que la justicia triunfe en el mundo en que vivimos, en el mundo sometido al tiempo y sus engaños; para que la justicia triunfe el tiempo ha de cesar. Sólo en el cielo se verá quién, más allá de cómo se le consideró en la Tierra, es justo; y ver la justicia realizada, completa y perfecta es ver a Dios. Pero el aprecio casi universal por las imágenes de la justicia y la verdad no es exclusivo del pensamiento religioso. La ciencia histórica y materialista de Marx también trazaba una historia a largo plazo, toda ella realizada en la tierra, en la que finalmente triunfaría la justicia; la ciencia, valiéndose de la razón, pretende, si no una definición moral del mundo, sí una definición de las cosas por la que se pueda orientar la acción de los hombres; Marx se valía de la utopía, tiempo del triunfo de la justicia, para la definición de la historia. La ciencia, en cambio, tiene una visión más limitada de la historia y de los acontecimientos que suceden en su seno, pero, como tantas otras creaciones del mundo moderno, pretende describir y normalizar los acontecimientos, para lograr, si no un juicio moral y completo de las situaciones, sí una definición de ellas por medio de la cual puedan insertarse en el mundo de ideas del hombre. Esto ayuda para el manejo de objetos y situaciones, pero también les quita sus aristas irracionales, aquellas que a veces hacen a los objetos más encantadores, pues lo que se entiende es asunto terminado. Pero cuando se comprende que nada terminará de entenderse por completo, se puede ver a los objetos con una "objetividad" más cruda, pero también más prudente: sabiendo algunas cosas de ellos e ignorando todo lo demás; y en donde persiste la ignorancia persiste la curiosidad.

El tema de los animales viene muy a lugar cuando hablamos de imperfección. Quizá una de las cosas que despertó la noción de perfección en el hombre fue el conocimiento de los animales; ni al hombre primitivo pudo escapársele el hecho de que existieran estrechos lazos de afinidad entre los animales y él, sólo que las funciones que en él generaban incluso conocimiento en los animales parecían inacabadas e imperfectas; verse en los animales era como verse en un espejo que revelaba una imagen de su propia "infancia histórica". Mucho de lo que quizá empezaba a ver como digno de cambiarse en su conducta lo veía enseñorearse sin freno en el mundo de los animales: la violencia, el asesinato, la sujeción inexorable a los dictados de la naturaleza. Mientras el hombre más se alejara de la crueldad de ese mundo, más se acercaría, grado por grado, a su propia realización, a una vida pacífica en la que la naturaleza podría verse de lejos y desde la cual también podrían dominarse sus adversidades. Por mucho tiempo el hombre vio a los animales como un modelo negativo del cual alejarse. La religión, manera en que el hombre tanto tiempo simbolizó tanto el mundo en el cual vivía como el mundo al cual aspiraba, no necesariamente la aberración que ahora –haciendo leña del árbol caído– se suele decir que es, trazó una frontera: de un lado, el jardín del Edén y sus criaturas, y del otro, el hombre, cuyo dominio había sido otorgado por Dios. Pero en el siglo xvii la perspectiva de este antropocentrismo cambia. Según Descartes, que comienza a mirar el mundo con ojo científico, los animales son máquinas cuyos comportamientos están determinados por la naturaleza. Algo impidió a Descartes trasladar este mecanicismo al reino de lo humano; quizá sólo estaba expresando en lenguaje moderno y científico el status tradicional del hombre como señor del mundo, quizás le horrorizó ver que el hombre también podía ser una máquina o, aun peor, un animal.

Habría que esperar al siglo xviii para que, en el clima de la Ilustración, alguien se atreviera a completar en todo su alcance la analogía de Descartes. Julien Offray de La Mettrie, después de haber padecido una temporada de enfermedad y alucinaciones, llegó a la conclusión de que los estados del cuerpo se reflejaban en los estados del alma y, por tanto, el alma era también parte del cuerpo. Para La Mettrie, aquello que Descartes tenía por seña de diferenciación entre lo animal y lo humano era también mecánico y determinado; el alma era una manifestación peculiar de las combinaciones atómicas por las que se originaron todos los entes físicos, y lo humano, tanto como lo animal, era una cuestión física. Si para Descartes los animales eran máquinas, para La Mettrie los hombres también lo eran. En el tratado L'Homme-machine (1747) La Mettrie desarrolla esta tesis, por la que, mediante un materialismo filosófico, el hombre vuelve al seno de la naturaleza, a ser un animal más en un mundo de animales. Ya caída su corona de criatura de moralidad superior y semejante a Dios, La Mettrie aconseja al lector "revolcarse como los cerdos y ser feliz a su manera". 

Nosotros vivimos en una época en que poco a poco el pensamiento religioso va perdiendo posición, ¿pero en favor de qué? Los más optimistas dirán que lo pierde porque el pensamiento científico lo va suplantando. ¿Es esto cierto? En la mente del común de las personas todo lo que hay sobre la ciencia es la falsa imagen de una autoridad todopoderosa cuya opinión legitimiza o desacredita; nada es cierto si la ciencia no lo ha confirmado. Por mucho que la gente estime su autoridad, en la vida real la ciencia sigue encerrada en los laboratorios, balbuceada por los hombres comunes o vociferada por la televisión. Respecto a esto último, he llegado a creer que las formas de contacto más frecuente con la ciencia se dan a través de la propaganda –por ejemplo, la de los grupos ecologistas que pretenden justificarse moralmente diciendo que ellos promueven formas de vida acordes a la naturaleza, otra definición de acción justa– y a través de una serie de nuevos modelos de hombre promovidos por la televisión pero sólo visibles en ella: detectives y médicos cuyos extensos diálogos no son sino una retahíla de argumentos sobre puras cuestiones comprobables. Tan poco parece haber permeado el pensamiento científico de una manera más profunda, que aún estamos lejos de verlo aplicado a las formas de expresión cotidianas: ni tenemos una música científica (salvo la espectralista, quizás) ni un arte plástico que haga demasiado eco de la ciencia. La ciencia se mantiene al margen, más superficialmente admirada que realmente comprendida.

Ahora nos enfrentamos a la curiosa situación de que el hombre no ha podido ascender todos los peldaños de su escala hacia la perfección, y reconoce que tal vez esa escala sea impracticable. Ahora, en un mundo sin simbolizaciones incuestionables, el arte se desarticula –tampoco puede encontrar un fundamento sólido en la ciencia, que es muda respecto al sentir humano– y busca sus modelos en la naturaleza (una naturaleza cruda que no ha pasado por el tamiz de la racionalización) y en lo empírico. Un gran sabedor de que lo empírico está cargado de significados no precisos pero, sin embargo, sí existentes fue el argentino Mauricio Kagel (1931-2008), quien opuso a las obras musicales académicas, racionales y asemánticas de los cincuenta una música en la que emergían todos aquellos aspectos de la expresión humana que habían sido despreciados por siglos de racionalismo musical: no importa que un niño cante mal, lo que importa es que cante con ganas; tampoco importa trazar una frontera precisa entre cierta animalidad expresiva y la expresividad humana, lo importante es que aquélla puede hacernos recordar ésta. Kagel imaginaría una música en donde una forma de expresión humana primaria se pone al descubierto en Exótica (1971-72); en Acustica (1968-70), que podría hacer las veces de pareja siniestra de Exótica, va más allá y hace una música "antropológica" que parece tratar sobre la expresión en una era en la que era difícil precisar si los humanos ya eran humanos. Con Kagel siempre puede venir a colación aquel "revolcarse como los cerdos y ser feliz a su manera".

Acustica  (1968-70), segunda parte


1898 (1972-73), segunda parte



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Bibliografía

La Mettrie, Julien Offray de, Discurso sobre la felicidad, col. El libertino erudito, El cuenco de plata, Buenos Aires, 2005.

Discografía

Acustica, interp. Kölner Ensemble für Neue Musik, Deutsche Grammophon, 1971.

1898 & Music for Renaissance Instruments, dir. Mauricio Kagel, Deutsche Grammophon, 1973/98 (reedición).